Aunque el domovoi
se consideraba el más benevolente de los espíritus domésticos, su
comportamiento no se podía predecir. Pasar por alto su influencia a la hora de
favorecer la suerte de una familia era poco sensato, pero rechazarlo era una
locura, como sugiere este relato.
En las
afueras de la ciudad de Kupiansk, en la provincia ucraniana de Kharkov, vivía
un joven campesino. Era trabajador e independiente, hasta el punto de la
tozudez, y siempre tenía presente la ayuda recibida en la granja, las ventajas
que sus ancestros le habían legado e, incluso, de su domovoi.
Muy
pronto, comenzó a sentir que le faltaba espacio en la casa en la que su familia
había vivido durante generaciones y se planteó mudarse a otra que había
construido en las proximidades, pero ni se le pasó por la cabeza invitar a su domovoi a que se mudara con él. Sin
pensar en el pasado ni en el futuro, demolió su antigua casa y cortó la madera
para hacer leña.
Desde el
inicio, la mudanza resultó un desastre: las cosechas se marchitaban en los
campos, el ganado enfermaba en los establos, y el propio granjero comenzó a
sufrir achaques. Toda su fortuna se fue perdiendo poco a poco.
Un noche
pasó junto al lugar de su antigua casa. Desde el montón de cenizas que
reposaban donde un día estuvo la cocina, se oía una voz llorosa que se quejaba
de cómo sus antiguos ocupantes habían abandonado a su abuelo. Asustado y, a la
vez, extrañado, quedó conmovido por la mística voz, y se marchó pensando qué
significado podría tener lo que la voz había dicho. Luego acudió a los ancianos
del pueblo para preguntarles de qué forma podría apaciguar a su antiguo domovoi.
Siguiendo
sus consejos, una noche volvió a la pila de cenizas con una ofrenda de pan y sal
y le rogó al domovoi que se fuera a
vivir con él a su nueva casa. A partir de entonces, nunca volvió a mirar atrás.
Su salud se recuperó, al igual que el estado de su granja. Una vez más, su casa
prosperó gracias a la mano protectora del domovoi.
0.008. anonimo (eslavo)
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