En el tiempo de los sueños, cuando el mundo era tan
joven como un bebé recién nacido, vivía en la llanura de Australia, cerca de un
gran lago, un sapo gigante. Era inmenso, enorme, tremendo, más alto que el más
alto de los árboles del bosque, más alto de lo que serían muchos árboles
puestos uno encima del otro. Cuando caminaba, la tierra temblaba bajo sus
pasos. Se llamaba Tidalik.
Un día entre los días, Tidalik se despertó con sed.
Mucha sed. Muchísima sed.
-Siento que viene una gran sequía -dijo Tidalik. Debo
asegurar mi reserva de agua.
Se acercó al lago y se bebió toda el agua hasta que se
vio el fondo barroso, con plantas acuáticas y algunos peces moviendo desesperados
las aletas. Después se tomó toda el agua de los ríos que desembocaban en ese
lago. Después se bebió todos los lagos y los ríos y los arroyos y las lagunas y
los estanques y los pozos del mundo. Después todo el agua del mar.
Los hombres y los animales, desesperados, se reunieron
para buscar una solución. Si no conseguían que Tidalik devolviera el agua, toda
la vida sobre la tierra moriría. El sapo ya no podía moverse de tanto líquido
que guardaba en su estómago, pero de nada servía atacarlo. Las lanzas y los
bumeranes eran inútiles contra semejante monstruo, rebotaban en su grosísima
piel.
-Tenemos que hacerlo reír -dijo alguien.
Y todos estuvieron de acuerdo. Si Tidalik se reía, las
sacudidas harían que el agua se derramara de su boca. Si conseguían que se
riera mucho, tendría que apretarse el vientre con sus patas y el agua saldría
todavía con más fuerza. Necesitaban a la cucaburra, el pájaro reidor de
Australia. La voz de la cucaburra es una risa tan contagiosa que nadie se puede
resistir.
Y allí fue la cucaburra, llena de ánimo y energía,
dispuesta a reírse durante horas si fuera necesario. Por supuesto el primero en
imitarla fue el pájaro lira, un ave capaz de reproducir el sonido de cualquier
otra. Y cuando los dos se reían y se reían sin parar, poco a poco todos los
demás comenzaron a contagiarse. Se reían los murciélagos y los perros dingo,
los canguros, los koalas y los hombres. Todos reían y reían sin parar. Todos
excepto el gran sapo Tidalik, que los miraba sin comprender, con cara de
aburrido.
Agotados por tanta risa inútil, los animales trataron
de inventar otras gracias. Los hombres hacían bromas. El dingo corría en
círculos tratando de atrapar su propia cola. Los canguros saltaban y boxeaban
entre sí de una manera desopilante. Cada uno de los animales intentaba una payasada
todavía más cómica que la
anterior. Y la cara del sapo estaba cada vez más triste. Ni
la sombra de una sonrisa.
Noyang, la anguila, lo intentó también. Retorció su
largo cuerpo en mil piruetas y finalmente se paró sobre la punta de su cola
dando vueltas y vueltas como un tornado, tan rápido que casi no se la veía.
¿Quién puede adivinar lo que hay en la cabeza de un sapo gigante? Por alguna
misteriosa razón, ver una anguila haciendo payasadas sobre la tierra parecía
hacerle gracia al terrible Tidalik. Una débil sonrisa estiró su enorme boca de
sapo y permitió que cayeran unas gotas de agua sobre las que se abalanzaron
todos.
La anguila no se dejó tentar por el agua y siguió
bailando locamente: tanto se movió y se retorció que terminó por caer sobre la
arena convertida en un moño. El sapo lanzó una carcajada y el agua comenzó a
salir de su estómago en grandes chorros. Ahora no podía parar de reír. Al
principio toda la tierra se inundó y fue terrible: los hombres y los animales,
que tanto habían clamado por el agua, estaban a punto de ahogarse hasta
desaparecer para siempre. Pero las aguas fueron encontrando su cauce; poco a
poco los ríos, los lagos, los pozos y los océanos comenzaron a llenarse, y la
vida regresó a la tierra.
Dicen los que saben que a medida que el agua salía de
su estómago, Tidalik se fue achicando hasta convertirse en un sapo común y
corriente. En la meseta central de Australia viven hoy muchos sapos como ese.
En tiempo de sequía beben y beben hasta inflarse como un balón, y luego se
entierran en el barro. Cuando la sed los acosaba, los aborígenes australianos
desenterraban estos sapos y se tomaban el agua que guardaban en su cuerpo. Esos
son los descendientes del temible Tidalik.
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