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domingo, 28 de diciembre de 2014

Tidalik, el sapo gigante

En el tiempo de los sueños, cuando el mundo era tan joven como un bebé recién nacido, vivía en la llanura de Australia, cerca de un gran lago, un sapo gigante. Era inmenso, enorme, tremendo, más alto que el más alto de los árboles del bosque, más alto de lo que serían muchos árboles puestos uno encima del otro. Cuando caminaba, la tierra temblaba bajo sus pasos. Se llamaba Tidalik.
Un día entre los días, Tidalik se despertó con sed. Mucha sed. Muchísima sed.
-Siento que viene una gran sequía -dijo Tidalik. Debo asegurar mi reserva de agua.
Se acercó al lago y se bebió toda el agua hasta que se vio el fondo barroso, con plantas acuáticas y algunos peces moviendo desesperados las aletas. Después se tomó toda el agua de los ríos que desembocaban en ese lago. Después se bebió todos los lagos y los ríos y los arroyos y las lagunas y los estanques y los pozos del mundo. Después todo el agua del mar.
Los hombres y los animales, desesperados, se reunieron para buscar una solución. Si no conseguían que Tidalik devolviera el agua, toda la vida sobre la tierra moriría. El sapo ya no podía moverse de tanto líquido que guardaba en su estómago, pero de nada servía atacarlo. Las lanzas y los bumeranes eran inútiles contra semejante monstruo, rebotaban en su grosísima piel.
-Tenemos que hacerlo reír -dijo alguien.
Y todos estuvieron de acuerdo. Si Tidalik se reía, las sacudidas harían que el agua se derramara de su boca. Si conseguían que se riera mucho, tendría que apretarse el vientre con sus patas y el agua saldría todavía con más fuerza. Necesitaban a la cucaburra, el pájaro reidor de Australia. La voz de la cucaburra es una risa tan contagiosa que nadie se puede resistir.
Y allí fue la cucaburra, llena de ánimo y energía, dispuesta a reírse durante horas si fuera necesario. Por supuesto el primero en imitarla fue el pájaro lira, un ave capaz de reproducir el sonido de cualquier otra. Y cuando los dos se reían y se reían sin parar, poco a poco todos los demás comenzaron a contagiarse. Se reían los murciélagos y los perros dingo, los canguros, los koalas y los hombres. Todos reían y reían sin parar. Todos excepto el gran sapo Tidalik, que los miraba sin comprender, con cara de aburrido.
Agotados por tanta risa inútil, los animales trataron de inventar otras gracias. Los hombres hacían bromas. El dingo corría en círculos tratando de atrapar su propia cola. Los canguros saltaban y boxeaban entre sí de una manera desopilante. Cada uno de los animales intentaba una payasada todavía más cómica que la anterior. Y la cara del sapo estaba cada vez más triste. Ni la sombra de una sonrisa.
Noyang, la anguila, lo intentó también. Retorció su largo cuerpo en mil piruetas y finalmente se paró sobre la punta de su cola dando vueltas y vueltas como un tornado, tan rápido que casi no se la veía. ¿Quién puede adivinar lo que hay en la cabeza de un sapo gigante? Por alguna misteriosa razón, ver una anguila haciendo payasadas sobre la tierra parecía hacerle gracia al terrible Tidalik. Una débil sonrisa estiró su enorme boca de sapo y permitió que cayeran unas gotas de agua sobre las que se abalanzaron todos.
La anguila no se dejó tentar por el agua y siguió bailando locamente: tanto se movió y se retorció que terminó por caer sobre la arena convertida en un moño. El sapo lanzó una carcajada y el agua comenzó a salir de su estómago en grandes chorros. Ahora no podía parar de reír. Al principio toda la tierra se inundó y fue terrible: los hombres y los animales, que tanto habían clamado por el agua, estaban a punto de ahogarse hasta desaparecer para siempre. Pero las aguas fueron encontrando su cauce; poco a poco los ríos, los lagos, los pozos y los océanos comenzaron a llenarse, y la vida regresó a la tierra.
Dicen los que saben que a medida que el agua salía de su estómago, Tidalik se fue achicando hasta convertirse en un sapo común y corriente. En la meseta central de Australia viven hoy muchos sapos como ese. En tiempo de sequía beben y beben hasta inflarse como un balón, y luego se entierran en el barro. Cuando la sed los acosaba, los aborígenes australianos desenterraban estos sapos y se tomaban el agua que guardaban en su cuerpo. Esos son los descendientes del temible Tidalik.

0.080.4 anonimo (australia-aborigenes) - 059

Por que existe la muerte

En el tiempo de los sueños, cuando todo empezaba a ser, cuando la serpiente Arco Iris apenas había terminado de dar forma al territorio de Australia, y los animales eran todavía como personas, Adambara, la araña, y Arta-puda-puda (un insecto) se sentaron a discutir acerca del problema de la muerte. Cuando la gente enfermaba o sufría un accidente o era herida en combate y moría ¿qué debía suceder a continuación?
Arta-puda-puda, el insecto, estaba muy seguro. Afirmaba que cuando una persona se muere, su cuerpo debe quedarse en la tumba y pudrirse. Solo su espíritu sobrevivirá, y se levantará de la tumba tres días después del entierro.
Adambara, la araña, no estaba de acuerdo. Tenía su propia idea acerca de la mejor decisión, que guardaba relación con sus habilidades de tejedora. Cuando un hombre se moría, había que envolverlo en una red bien tejida y colocarlo en una tumba que tuviera una puerta trampa. Después, cerrando la puerta, había que dejarlo en esa especie de capullo durante tres días. En ese tiempo su cuerpo se curaría de cualquier herida o enfermedad y podría salir renovado para habitar la tierra otra vez, como sale una mariposa de su crisá-lida.
Discutieron y discutieron. Arta-puda-puda usó tan buenos argumentos y habló con tanta fuerza y tanta inteligencia, que ganó la discusión. Cada uno se fue por su lado. Adambara estaba muy triste y se sentía culpable por no haber logrado imponer su punto de vista.
Un tiempo después murieron el padre y la madre de Arta-puda-puda, y sufrió mucho. Pero cuando uno de sus hijos enfermó y murió, Arta-­puda-puda se dio cuenta de que, por más que su espíritu se elevara hacia el cielo, él ya no lo vería más en este mundo. Su dolor fue tan terrible que se arrepintió muchísimo de haber ganado esa estúpida discusión. Pero ya era tarde.
Desde entonces, avergonzado de su tonta propuesta, Arta-puda-puda, convertido en insecto, se esconde debajo de la corteza de los wida, los árboles de goma roja. En cambio, Adambara, la araña, sabiendo que hizo lo posible por salvar la vida de los seres humanos, no se oculta, y por eso se la puede ver por cualquier lado.

0.080.4 anonimo (australia-aborigenes adnyamathanha) - 059

El martillo de thor

Todos los dioses sabían que Loke era un bromista peligroso. Pero nunca pensaron que se iba a atrever a tanto: ¡cortar la dorada cabellera de Sif, nada menos que la mujer de Thor!
Cuando el poderoso Thor, el dios del trueno, llegó a su mansión y se encontró a su esposa escondida en sus aposentos, llorando desconsolada y completamente calva, su furia no tuvo límites.
-¡Has ido demasiado lejos, Loke, hijo de gigantes! ¡Si no le devuelves la cabellera a Sif, morirás!
Y Loke se dio cuenta de que hablaba en serio.
Había solo una raza en el mundo capaz de solucionar su proble-ma: los enanos. Ellos eran los dueños de las minas de donde se obtenían los minerales. En sus fraguas y talleres, ocultos en cavernas en las profundidades de la tierra, eran capaces de trabajar el metal con una combinación de arte y magia que producía las más asombrosas creaciones.
Loke decidió recurrir a sus amigos, los hijos de Ivald, enanos con extraordinarios poderes. El precio fue alto, pero los enanos cumplie-ron con el trato. No solo le entregaron una maravillosa cabellera dorada, capaz de crecer como pelo verdadero una vez que estuviera en la cabeza de la pobre Sif, sino que le dieron además otros dos regalos mágicos con los que Loke pudo jactarse en Asgard, la morada de los dioses.
-¡No hay otros enanos que tengan los poderes de los hijos de Ivald! -decía Loke, que todavía no había mostrado sus tesoros.
Brok, el enano, se sintió ofendido.
-No sé qué te han dado los hijos de Ivald. ¡Pero sé que mi hermano Eitin puede hacer eso y mucho más! Nadie como él es capaz de trabajar el oro, la plata, el bronce y el hierro.
-Te apuesto la cabeza a que tu hermano Eitin no consigue tres objetos mágicos mejores que los míos -dijo Loke.
-¡Acepto la apuesta! -le contestó Eitin.
Y se lanzó a buscar a su hermano por los oscuros caminos de túneles que unen las cavernas del mundo de los enanos. Encontró a Eitin trabajando en su fragua.
-Puedo superar cualquier cosa que hayan hecho esos tontos, los hijos de Ivald. Voy a necesitar tu ayuda. Será necesario soplar la fragua constante-mente con el fuelle, sin parar ni un instante. Pero después de esforzarme con el martillo para realizar cada uno de los trabajos, me veré obligado a descansar.
-Yo me encargo del fuelle -aseguró Brok, creyendo que sería muy sencillo.
Entonces Eitin martilló metal furiosamente sobre la piel de un cerdo, la puso en la fragua y se echó a descansar dejando a Brok a cargo del fuelle.
Pero mientras Brok trabajaba echando aire, un enorme mosquito entró y lo picó en la mano causándole gran dolor. A pesar de todo, Brok no dejó el fuelle y cuando Eitin se despertó, sacó de la fragua un misterioso y enorme jabalí de metal con cerdas de oro puro.
El segundo trabajo fue un anillo de oro y aunque el terrible mosquito picó a Brok en el cuello, no consiguió que dejara de soplar con el fuelle. Pero cuando el tercer trabajo, un martillo de hierro, estaba en la fragua, el mosquito gigante picó a Brok en el párpado y lo hizo sangrar, nublándole la vista. El enano aguantó valientemente todo lo que pudo, pero al fin tuvo que dejar de echar aire por un instante para enjugarse la sangre de la frente.
-¡Tonto! -gritó Eitin cuando se despertó. ¡Ese mosquito era Loke! ¿No sabes que el muy pícaro siempre se transforma para obtener lo que quiere? Por suerte el martillo estaba casi terminado cuando dejaste el fuelle. El mango quedó un poco corto, pero servirá. Se llamará Mjolnir.
Y llegó el momento de la gran decisión. En Asgard se reunieron los dioses, sentados en sus tronos brillantes, para decidir quién había traído los mejores regalos.
Loke presentó los objetos realizados por los hijos de Ivald: la cabellera de oro, una espada y un barco. Apenas Thor puso la cabellera sobre la cabeza de su esposa, el pelo empezó a crecer como si siempre hubiera estado allí. La espada se llamaba Gungner y jamás erraba un tajo.
Pero el barco..., ah, el barco era algo especial. Se llamaba Skid-bladner y tenía la virtud de ir siempre hacia donde dueño le ordenaba, aunque... no hubiera viento o con el viento en contra, aunque las mas fuertes corrientes marinas se opusieran a su ruta. Pero, además, el barco Skid­bladner se podía doblar como si fuera de papel y guardarse en un bolsillo.
Loke estaba muy contento y seguro de que Brok no podía traer nada mejor. Y sin embargo...
Brok mostró un anillo de oro puro. Parecía un anillo común, aunque muy valioso y pesado.
-Cada nueve noches -explicó, este anillo produce ocho anillos exactamente iguales a él. Empezando ahora mismo.
Y todos vieron cómo el anillo se reproducía extrañamente.
Después mostró el jabalí de metal.
-Este jabalí es capaz de correr más rápido que el caballo más veloz. Y no solo en tierra: también por el aire y por el mar, de día y de noche, iluminando la oscuridad con el brillo de sus cerdas.
Pero lo mejor de todo fue el martillo que Brok puso en las manos de Thor. Mjolnir jamás erraba un golpe. Era capaz de destruir cualquier cosa que se le pusiera delante, grande o pequeña, ya fuera un enemigo o una montaña. No importa cuán lejos se le arrojara, volvería siempre a la mano de su amo. Además, se hacía tan pequeño que se podía llevar escondido en la ropa.
El tribunal de los dioses decidió que Brok había ganado la apuesta. Loke debía pagar con su cabeza.
-Puedes llevarte mi cabeza -dijo Loke, burlón. Siempre que no toques mi cuello. Mi cuello no entró en la apuesta para nada.
El tribunal tuvo que aceptar que Loke tenía razón. Pero Brok, furioso con la burla del gran bromista, decidió coser sus labios con un punzón y una tira de cuero. Los dioses estaban un poco hartos de las bromas y las jactancias de Loke y pensaron que llevar la boca cosida por un tiempo no le vendría mal. De modo que le permitieron a Brok llevar a cabo su venganza. Y eso que todavía no sabían los males que el malvado Loke traería un día a Asgard, su resplandeciente morada.

0.079.4 anonimo (vikingo) - 059

Un cuchillo en el roble

El príncipe Ificlo era uno de los más famosos corredores de Grecia.
Se decía que podía correr tan velozmente por un campo de trigo que ni siquiera se doblaban las espigas a su paso: era capaz de ganarle una carrera al mismo viento.
Sin embargo, Ificlo no era feliz. No podía tener hijos y nadie sabía a qué se debía esa desgracia. Un día, su padre, el rey de Filacas, decidió consultar a un famoso adivino.
Melampo, el adivino de los pies negros (se decía que cuando era bebé su madre lo había olvidado un día con los pies al sol), tenía la virtud de comprender el lenguaje de los animales. Ordenó que mataran dos toros y los dejaran tirados en el campo, abiertos y despedazados, para atraer a las aves de rapiña. Los buitres no tardaron en llegar.
-¡Mmm, qué delicia de carroña! -comentó uno de los buitres.
-Sí, muy bueno -dijo otro. Pero... ¿por qué mataron estos dos toros y los dejaron aquí? ¿No será una trampa?
-No tengas miedo -explicó otro buitre. Es un sacrificio que hicieron por el príncipe Ificlo, que no puede tener hijos.
-¡Qué tontos! -se rio el buitre que había hablado primero. Lo que le pasa a Ificlo no tiene nada que ver con ningún toro. Sin querer, cuado era pequeño, cometió una ofensa contra los dioses. Su padre estaba castrando carneros y dejó el cuchillo junto a él. Asustado, el pequeño tomó el cuchillo y, para que su padre no lo encontrara, lo clavó en el tronco todavía tierno de un joven roble. ¡Nada menos que un roble sagrado! El árbol creció y a lo largo de los años la corteza fue ocultando el mango del cuchillo.
-¿Y cómo podría curarse Ificlo? -preguntó otro buitre, curioso.
-Fácil. Habría que encontrar el cuchillo, sacarlo con mucho cuidado de no dañar el árbol, y preparar una bebida medicinal con la herrumbre que lo recubre. Para curarse, bastaría que Ificlo tomara ese remedio durante diez días.
Melampo fue a ver a Ifclo con las novedades. El príncipe recor-daba perfectamente la impresión que se había llevado ese día y sabía cuál era el árbol en el que había clavado el cuchillo. Siguieron exactamente las instrucciones del buitre y un año después los habitantes de Filaca festejaban el nacimiento de un precioso bebé, hijo de su príncipe heredero.

0.060.4 anonimo (grecia) - 059

La luz del dia

Hace muchísimo tiempo, cuando el mundo era joven y nuevo, los inuit de Alaska vivían en una noche. Era una vida muy perpetua. dura. En la oscuridad, estaban siempre expuestos a sus enemigos. Cazaban y pescaban a la débil luz de las estrellas. El frío era doloroso. Las lámparas de sebo que encendían en sus iglús era toda la luz de la que podían disponer.
Estaban acostumbrados a vivir así y como nunca habían conocido otra cosa pensaban que eso era lo normal. Pero un día llegó un cuervo que traía noticias asombrosas.
-Allá en el sur -les dijo- existe algo maravilloso. Se llama «luz del día» y quien no lo ha visto no puede ni siquiera imaginárselo. ¡Traten de pensar en millones de lámparas de sebo encendidas todas al mismo tiempo!
Los inuit no sabían pensar en millones, nunca habían necesitado tantos números. Algunos movieron la cabeza con desconfianza pensando que Cuervo lo había inventado todo. Pero otros escucharon con ilusión. ¿Entonces era posible? Y empezaron a pensar en todos los cambios que podría traerles la luz.
-Podríamos ver desde lejos cuando se nos está acercando un oso polar, y tendríamos tiempo de escapar corriendo -decía uno.
-¿Se imaginan hasta dónde podríamos llegar cuando saliéramos a cazar focas? Ahora no nos atrevemos a alejarnos de nuestros iglús, por no perdernos en la oscuridad.
Y le pidieron a Cuervo que les trajera un poco de esa maravillosa «luz del día» que todos querían conocer.
-Estoy viejo -dijo Cuervo. Ya no tengo fuerzas para llegar tan al sur y volver.
Pero tanto y tan desesperadamente le rogaron, que sintió pena de aquella pobre gente. Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, voló una vez más hacia el sur.
Voló y voló en la oscuridad, cansado y hambriento, deteniéndose muchas veces a descansar. Por momentos, tenía la impresión de que la oscuridad jamás terminaría. Pero de pronto vio, a lo lejos, una rayita de luz brillando en el horizonte. Cuando llegó hasta allí, cruzó la línea del resplandor y se encontró de pronto bañado por la luz del día. ¡Cuánta belleza! ¡Qué estallido de formas y colores! Había pasto verde, árboles, flores... Se escuchaban cantos de pájaros y zumbidos de insectos. «Sin duda la luz del día es lo mejor del mundo», pensó Cuervo. «Pero ¿cómo se la llevo a mis amigos?».
Se detuvo una vez más para descansar en la rama de un árbol, cerca de una aldea. De pronto vio pasar a una muchacha que volvía del arroyo con un cubo de agua. Cuervo no era un pájaro común y se dio cuenta de que en esa chica había también algo especial. Convirtiéndose en una mota de polvo, cayó sobre el abrigo de piel que ella llevaba y así consiguió entrar en su casita de nieve.
Allí estaba el padre de la muchacha, que era el jefe de la aldea, y su hijo, un niño que tenía apenas cinco años. Pero lo más importante de todo fue lo que Cuervo vio en un rincón de la vivienda: una caja de cuero de la que salía un extraño resplandor. ¡Había conseguido entrar en la casa de los dueños de la luz!
Cuando la muchacha abrazó a su pequeño, la mota de polvo que era Cuervo aprovechó la oportunidad y se dejó caer dentro de la orejita del niño. Muy molesto, el chiquillo se puso a llorar y a frotarse la oreja, tratando de sacar ese cuerpo extraño que le provocaba dolor en el oído.
-¿Qué le pasa a mi tesoro? -preguntó el jefe de la aldea, que adoraba a su nieto.
En el oído del niño, Cuervo comenzó a repetir: «Quiero una bola de luz, quiero una bola de luz, quiero una bola de luz».
-Quiero una bola de luz para jugar -dijo el nieto.
-Hija, dale a mi nieto una bola de luz. Una de las pequeñas -ordenó el abuelo.
La muchacha fue hacia la caja de cuero, sacó una bola de luz no muy grande (¡pero qué brillante le pareció a Cuervo!), la ató con una tira de cuero y se la dio al niño. Entonces Cuervo empezó a molestarlo otra vez y el niñito volvió a llorar.
El abuelo y la madre estaban muy preocupados. Y Cuervo, adentro del oído del niño, comenzó otra vez a repetirle lo que tenía que decir.
-¡Quiero salir a jugar fuera! -dijo de pronto el chiquillo.
Lo había pedido con tanta desesperación que su abuelo no dudó. Lo tomó en brazos y lo sacó al exterior, para que jugara en la nieve con su bola de luz. En ese instante Cuervo saltó fuera de su orejita, volvió a tomar su forma de pájaro, le arrancó de un tirón la tira de cuero que llevaba atada la bola de luz, y se fue volando hacia el norte con todas las fuerzas que sus viejas alas le permitían.
A pesar de que ahora iba cargado, el viaje de regreso le resultó más liviano que el de ida. Se sentía feliz por el extraordinario regalo que llevaba para sus amigos.
Los inuit lo vieron venir desde muy lejos, por el brillo que daba la
bola de luz. Lo más brillante que habían visto ellos en su vida era la luna, y estaba siempre en el cielo. En cambio aquella luminosidad se les acercaba cada vez más. En cuanto Cuervo estuvo sobre la aldea inuit, abrió el pico y dejó caer su preciosa carga. La bola de luz se estrelló contra el suelo congelado y la luz del día se repartió por todas partes al mismo tiempo, dorada y hermosa. Entró a los hogares y tocó al mundo con su varita mágica.
Los hombres y mujeres no podían creer todo lo que veían sus ojos. El color y la alegría habían llegado a ese mundo de oscuridad. El blanco de la nieve y del hielo les resultaba cegador. ¡Ahora podían ver que había montañas a lo lejos! Los abrigos de pieles que vestían eran marrones, como el color de sus ojos. El cielo... nunca se habían imaginado que el cielo podía tener ese asombroso color azul.
Los inuit comprendieron que su vida había cambiado para siempre y se sintieron enormemente felices. ¿Cómo podían agradecérselo a su amigo Cuervo?
-No me agradezcáis tanto -dijo Cuervo. Apenas os traje una bola de luz de día de las más pequeñas. No tiene mucha fuerza y si tiene que iluminarlo todo al mismo tiempo, sus rayos se van a gastar rápidamente. Necesitará seis meses de descanso para volver a funcionar.
Y por eso los inuit de Alaska viven seis meses en la luz y seis meses en la oscuridad. Pero no les importa. Porque antes tenían pura noche durante todo el año. Y porque la oscuridad, a la que estaban tan acostumbrados, también tenía su encanto para ellos. Ahora, gracias a Cuervo, pueden disfrutar de las dos cosas. Y por eso, desde entonces, tienen un gran respeto y cariño por los cuervos. ¡No sea que se vayan a enojar y se lleven otra vez la maravillosa luz del día!

0.036.4 anonimo (esquimal) - 059

Comida para los hombres

Cuando los primeros hombres fueron aplastados por un cataclismo que hizo desplomarse el cielo sobre la tierra, Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, tuvo que crearlos otra vez y no fue nada fácil. Pero más complicado todavía parecía ser el problema de alimentarlos. Los demás dioses estaban preocupados.
-Has creado demasiadas personas -le reprochaban a Quetzalcóatl. Ahora tienen hambre. ¿Y qué van a comer?
Lo cierto es que nadie sabía adónde habían ido a parar los alimentos cuando se produjo la caída del cielo. Los nuevos seres humanos eran inocentes como recién nacidos, no entendían nada, no sabían hacer nada, había que explicarles cada cosa. Y ni siquiera quedaban suficientes animales como para que les enseñaran a cazar.
Quetzalcóatl buscó y buscó. La tierra estaba casi vacía. Gracias a sus poderes divinos, consiguió encontrar finalmente a una hormiga colorada que se estaba comiendo un grano de maíz. Si había un grano, en alguna parte debían de quedar otros. Con toda su majes-tad y su poder, el dios se manifestó ante la hormiga y le preguntó con voz tonante dónde estaba escondido el resto del maíz. La hormiga se hacía la tonta y no le contestaba. Si la mataba, Quetzalcóatl se quedaría sin la información. Ante las amenazas, la hormiga fingía señalar para dónde había que ir a buscar el alimento. Pero a veces señalaba para abajo, a veces para arriba, en fin, todo lo que hacía era solo para confundir.
Viendo que de nada valía tratar de asustar a la hormiga roja, Quetzalcóatl decidió cambiar de táctica. Y volvió caminando despacito, transformado en una humilde hormiga negra.
-Mmm, qué rico grano de maíz, hermana. ¿Dónde lo encontraste?
-Me extraña... ¿Qué me estás preguntando? ¡Si eso es algo que todas las hormigas sabemos bien!
-Es que me caí, hermana. Tropecé y me golpeé muy fuerte la cabeza. Por eso he olvidado dónde queda nuestro escondite.
Compadecida del accidente que había sufrido su pobre hermanita negra, la hormiga roja la llevó hasta el lugar donde se encontraba el Cerro de la Abundancia.
-Mira. Aquí quedaron guardados todos los alimentos, para prote-gerlos de la catástrofe cuando se cayó el cielo. No tenemos que compartirlos con nadie, ¿entiendes? Son solo para nosotros, los seres pequeños. Puedes comer todo lo que quieras.
-Pero así se nos acabarán tarde o temprano.
-No, porque el cerro es mágico. De todo lo que comas, volverá a aparecer otro igual. Tenemos comida para siempre. Pero eso sí, tened cuidado, tú y tus hermanas. No debéis horadar mucho, porque si el cerro se llega a romper, los alimentos no se volverán a repro-ducir por sí mismos nunca más.
Después de agradecerle mucho a la hormiga colorada y sin darse a conocer, Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, tomó un grano de maíz y se fue de allí pensando en cómo podía beneficiar a los hombres con lo que había descubierto.
Primero pensó en la solución más sencilla: llevar a todos los hombres hasta el Cerro de la Abundancia. Pero los hombres eran demasiado grandes para pasar por el túnel que la hormiga roja le había mostrado. Tampoco eran hormigas para cavar en el cerro túneles de su tamaño. Y ni pensar en que pudieran alimentarse robándole su carga a las hormigas: comer maíz a un grano por vez no les serviría para calmar su hambre.
Lo que había que hacer era llevar el Cerro de la Abundancia a los hombres, y reventarlo como si fuera una piñata, para que todos los alimentos se derramaran. Así, los seres humanos podrían alimentarse hasta quedar satisfechos. Claro, tendrían que cuidarse de dejar suficiente grano para semilla. Y después tendrían que aprender a sembrar y a cultivar, porque una vez destruido el cerro, se perdería la magia y los alimentos ya no volverían a reproducirse por sí mismos.
Quetzalcóatl trató de cargar el cerro al hombro, pero no pudo. Después lo volvió a intentar con unas cuerdas, pero ni siquiera con todos sus poderes divinos logró levantar tan enorme montaña. Entonces fue a ver a una adivina, que arrojó sobre la tierra unos granos de maíz, y observó la forma en que caían. Así supo la adivina que había un solo ser capaz de realizar esa hazaña. Era Nanahuatl, el dios más fuerte del universo.
Hasta la morada de los dioses llegó la Serpiente Emplumada buscando a Nanahuatl y finalmente lo encontró. El dios de la fuerza aceptó el desafío. De un solo empujón, se cargó al hombro el Cerro de la Abundancia. Lo llevó hasta donde estaban los seres humanos. Y después usó su rayo para partirlo en dos.
En México, cuando un niño cumple años, se acostumbra a colgar una piñata bien llena de golosinas. Los niños la golpean con un palo hasta que se rompe. Todas las golosinas se desparraman por el suelo y los niños se lanzan a arrebatarlas. Eso fue lo que sucedió con el Cerro de la Abundancia. Con la explosión que produjo el rayo, empezaron a derramarse todas las semillas y las plantas comes-tibles: el maíz, el cacao, el cacahuete, el frijol, el camote y muchos otros alimentos que se siguen cultivando hoy.
Desde entonces los hombres aprendieron a cultivar y siempre tuvieron para comer. Desde entonces, las hormigas coloradas son grandes enemigas del hombre y tratan de robarle las cosechas de grano. Por cierto, libran también sus batallas contra las sospechosas hormigas negras.

0.017.4 anonimo (azteca) - 059

martes, 8 de abril de 2014

El origen del río amazonas

Hace mucho tiempo, cuando los hombres podían hablar con los animales, vivían en la selva dos hermanos mellizos con sus abuelos. Sus padres habían sido atacados por gente de una tribu enemiga y murieron, dejando solos a los pequeños.
En aquel tiempo, el agua escaseaba en la selva, pues todavía no existían ni ríos ni arroyos, ni lagunas ni quebradas. Apenas llovía. Solo el abuelo sabía de dónde extraer el agua y a nadie le decía el secreto.
Cada mañana, los dos hermanos mellizos acarreaban el agua hasta la casa. Un día, hartos de cargarla siempre, decidieron averiguar dónde estaba escondida la fuente y gastarle una broma al abuelo.
Uno de los hermanos se transformó en picaflor[1] y voló cerca del abuelo cuando este se fue a bañar. Descubrió entonces que un gran chorro de agua brotaba del interior del lupuna, que es un gigantesco árbol muy frondoso.
Cuando supieron el secreto, los dos hermanos reunieron a los animales roedores, como ardillas, conejos, ratones y pacas, y a las aves pica-maderas, como el pájaro carpintero, para que les ayudaran a talar la lupuna.
Después de un día de trabajo, cuando ya faltaba poco para que la lupuna cayese, decidieron dejarlo hasta el día siguiente. Pero al regresar a la mañana siguiente, encontraron el árbol seco y entero.
El segundo día sucedió lo mismo. Y el tercero también. El árbol casi talado aparecía siempre entero al amanecer, como si no le hubieran hecho nada.
Así que espiaron de nuevo al abuelo y descubrieron que, por las noches, curaba a la lupuna y la dejaba como nueva. Entonces, otro día, cuando de nuevo la lupuna estaba casi talada, uno de los mellizos se convirtió en alacrán y picó al abuelo en el dedo gordo del pie. En ese momento, el gigantesco árbol cayó con un gran estruendo al suelo y retumbó toda la selva.
Al desplomarse la lupuna, comenzó a brotar allí mismo una gran cantidad de agua. El tronco se convirtió en el río Amazonas y sus numerosas ramas se convirtieron en afluentes, riachuelos y quebradas. Las hojas y las espinas del árbol se transformaron en diferentes peces: primero, nacieron los paiches, después, las palometas y, más tarde, los motas, gamitanas, zúngaros, boquichicos y otros pescados que gustan mucho a los niños de hoy.
Y así es como lo cuentan.

0.185.4 anonimo (yagua-amazonas,peru) - 040



[1] Picaflor: colibrí.