En el tiempo de los
dioses y los héroes, hace mucho, vivían en la región del monte Atlas unas
hermanas espantosas, conocidas con el nombre de Gorgonas. Las más terribles de
ellas se llamaban Medusa. De la cabeza de Medusa, en lugar de cabellos, salían
culebras vivas. Y cuando Medusa veía cara a cara a un hombre, a un perro, a un
ser vivo, el hombre y el perro y el ser vivo quedaban convertidos
instantáneamente en estatuas de piedra.
A lo largo de los años,
muchos héroes valientes y bien armados habían venido a la región del monte
Atlas para matar a Medusa. Ninguno había podido matarlo. Por todas partes se
veían guerreros y más guerreros, en actitudes diversas, pero inmóviles y tiesos
porque eran ya estatuas.
Entonces vino Perseo,
hijo del dios Júpiter. Perseo sabía qué peligrosos eran los ojos de Medusa,
pero venía muy bien preparado. Tenía una espada encorvada, filosísima, regalo
del dios Mercurio, Tenía un escudo muy fuerte, hecho de bronce, liso como un
espejo. Y tenía también unas alas que volaban solas cada vez que él se las
acomodaba en los talones.
Llegó, pues, volando.
Pero en vez de lanzarse contra Medusa, se quedó algo lejos, sin preocuparse más
que de una cosa: no mirarla nunca cara a cara, no verla a los ojos por ningún
motivo. Y como era necesario espiarla todo el tiempo, usó el escudo de bronce
como espejo, y en él observaba lo que ella hacía.
Medusa iba de un lado
para otro, esforzándose en asustar a Perseo, Gritaba cosas espantosas, y las
culebras de su cabeza se movían y silbaban con furia. Pero nunca consiguió que
Perseo la viera directamente. Cansada al fin, Medusa se fue quedando dormida.
Sus ojos terribles se cerraron, y poco a poco se durmieron también sus
culebras. Entonces se acercó Perseo sin ruido, empuñó la espada y de un solo
tajo le cortó la
cabeza. Durante toda su vida conservó Perseo la cabeza de
Medusa, que varias veces le sirvió para convertir en piedra a sus enemigos.
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