Se dice
que en las tierras subárticas de la Columbia Británica hubo un tiempo en el que
el viento aterrorizaba al mundo sin piedad. Ningún árbol estaba a salvo de sus
estragos y ninguna tienda podía montarse debido a sus gélidas ráfagas. De
hecho, era imposible llevar a cabo ninguna actividad humana cuando el viento no
lo deseaba, y los indígenas, que nunca se habían planteado actuar de manera
distinta, aceptaban su tiranía.
Sin
embargo, un niño se había propuesto domar al viento. Una vez decidido, reflexionó
sobre la mejor forma de llevar a cabo su misión. Cuando los cazadores de su
tribu querían domar a una fiera salvaje, primero tendían trampas para
capturarla, por lo que decidió colocar una serie de cepos en los territorios
favoritos del viento, en los lugares más expuestos.
Consciente
de sus esfuerzos, el ciento grito con sorna durante días hasta que, para su
sorpresa, descubrió que se encontraba atrapado. Se sacudió y aulló en un
intento por escapar, pero el chico lo recogió a toda prisa en una manta y se
lo llevó triunfante para mostrárselo a su pueblo.
Cuando
les habló acerca de su éxito, sus vecinos se burlaron con desdén, negándose a creer
su historia, pero quedaron impresionados cuando soltó un extremo de la manta y
una intensa ráfaga de aire salió de ella. Tras volver a capturar el viento en
la manta, acordó liberarlo con la condición de que se aplacara, y al viento no
le quedó otra alternativa que aceptar, aunque incluso así insistió en que, en
ocasiones, se sentiría obligado a desencadenar una tormenta. Al considerar
justa su demanda, el niño se devanó los sesos para encontrar la forma de concederle
la libertad que tanto ansiaba, limitando al mismo tiempo el daño que podía
causar a su pueblo. Por fin, ambos llegaron a un acuerdo: siempre que se avecinara
una tempestad, el viento teñiría de rojo el cielo para advertir de su
inminente llegada.
0.085.4 anonimo (artico)
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