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lunes, 25 de febrero de 2013

Las once cabezas del sabio

Avalokiteshvara, el dios de la compasión, sabía que el Tíbet iba a ser el país más difícil de dominar. Sin embargo, se arrodilló ante Buda y prometió que no descansaría hasta haber iluminado a todos cuantos vivían en él.

Un día, Buda describió el Tíbet como el lugar que todos los budas anteriores habían fracasado en conquistar y, al decir esto, de su pecho emergió un rayo de luz blanca que alcanzó a Amitabha, el buda de la lujuria, de las ideas y de la luz infinita, quien interpretó tal gesto como una señal de que debía enviar a Avalokiteshvara.
Antes incluso de intentar conquistar el Tíbet, Avaloki­teshvara viajó por el infierno, el reino de los espíritus ham­brientos, los mundos de los animales y los humanos y el domi­nio de los dioses y los semi-dioses, sanando a su paso los distin­tos sufrimientos con los que se iba encontrando, pero, cuando por fin llegó a la Colina roja de Lhasa y miró por encima de la planicie, vio un lugar tan horrible como el peor infierno con el que se hubiera encontrado nunca: millones de almas sin cuer­po enturbiaban un lago, gritando sin cesar, al sufrir la agonía del calor, el frío, el hambre y la sed. Avalokiteshvara otorgó a cada alma un cuerpo sano y les enseñó a alcanzar la ilumina­ción, pero incluso después de todos sus esfuerzos, se dio cuenta de que había salvado a menos de una centésima parte de las criaturas del Tíbet Desesperado y agota­do como estaba, reventó en pedazos. Inmediatamente, acu­dió Amitabha para unir todos los fragmentos y le dijo al dios de la compasión que, dado que su cabeza se había dividido en diez trozos, tendría otros tantos ros­tros, incluido el suyo propio en la parte superior a modo de undécimo rostro, y, dado que su cuerpo había re­ventado en un millar de pedazos, tendría mil manos con las que poder librar al Tíbet de su sufrimiento.

0.087.4 anonimo (tibet)

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