Un día,
Buda describió el Tíbet como el lugar que todos los budas anteriores habían
fracasado en conquistar y, al decir esto, de su pecho emergió un rayo de luz blanca
que alcanzó a Amitabha, el buda de la lujuria, de las ideas y de la luz
infinita, quien interpretó tal gesto como una señal de que debía enviar a
Avalokiteshvara.
Antes
incluso de intentar conquistar el Tíbet, Avalokiteshvara viajó por el
infierno, el reino de los espíritus hambrientos, los mundos de los animales y
los humanos y el dominio de los dioses y los semi-dioses, sanando a su paso
los distintos sufrimientos con los que se iba encontrando, pero, cuando por
fin llegó a la Colina roja de Lhasa y miró por encima de la planicie, vio un
lugar tan horrible como el peor infierno con el que se hubiera encontrado nunca:
millones de almas sin cuerpo enturbiaban un lago, gritando sin cesar, al
sufrir la agonía del calor, el frío, el hambre y la sed. Avalokiteshvara otorgó
a cada alma un cuerpo sano y les enseñó a alcanzar la iluminación, pero
incluso después de todos sus esfuerzos, se dio cuenta de que había salvado a
menos de una centésima parte de las criaturas del Tíbet Desesperado y agotado
como estaba, reventó en pedazos. Inmediatamente, acudió Amitabha para unir
todos los fragmentos y le dijo al dios de la compasión que, dado que su cabeza
se había dividido en diez trozos, tendría otros tantos rostros, incluido el
suyo propio en la parte superior a modo de undécimo rostro, y, dado que su
cuerpo había reventado en un millar de pedazos, tendría mil manos con las que
poder librar al Tíbet de su sufrimiento.
0.087.4 anonimo (tibet)
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