El pueblo
sami afirma que el arte del canto fue un regalo de Akanidi, la hija del sol, quien
durante sus viajes diarios por los cielos observó que las personas que
habitaban más abajo parecían apáticas y tristes, por lo que pidió permiso a su
padre para visitarlas. Fue a casa de una pareja de ancianos que no tenían hijos
que vivía en una isla del lago. El matrimonio la trato como si fuera su propia
hija, pero le dijeron que sólo le permitirían mezclarse con otras personas una
vez que alcanzara la madurez.
Cuando
fue lo bastante mayor, estuvo vagando por el mundo y logró cosas maravillosas.
Concedía a todas las personas con las que se encontraba la dicha del canto y de
la danza, y les enseñó también a confeccionar los coloridos trajes por los que
los lapones se hicieron famosos desde entonces.
Sin
embargo, no todo el mundo estaba satisfecho con sus regalos. Los más ancianos
de la tribu no deseaban tener nada que ver con todas aquellas novedades, y lo
único que les interesaba eran las piedras preciosas que creaba de manera
mágica para adornar chaquetas y faldas, ya que podían intercambiarlas por
mercancías de gran valor.
Cuando
Akanidi cayó en la cuenta de su acaricia, se negó a concederles nada más, por
lo que el más anciano conspiró para asesinarla. Consciente de que estaba
protegida por el sol, acudieron a pedir consejo a una astuta bruja llamada
Oadz, quien sugirió que bloquearan la chimenea de la tienda de Akanidi para
que el sol no pudiera ver cómo la golpeaban hasta morir.
Pero los
asesinos, con las prisas, no bloquearon la chimenea del todo, de manera que,
cuando golperaron a Akanidi, ésta no murió, sino que se desvaneció. Entonces,
entonó un último cántico, salió flotando hacia arriba como el humo del fuego y,
por último, desapareció para siempre jamás.
Sin
embargo, continúa mirando desde el cielo, y cada vez que ve a gente cantar,
sonríe, pues le recuerda que no realizó su viaje en vano.
0.085.4 anonimo (artico)
No hay comentarios:
Publicar un comentario