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lunes, 25 de febrero de 2013

Nacimientos del sabio

Numerosos relatos hablan de sabios budistas que, de forma milagrosa, nacían de flores de loto, proeza que Padmasambhava logró dos veces en una única vida.

Cuando el rey Indrabodhi, de la ciudad hindú de Jatumati, perdió a su único hijo, convoco a todos los sacerdotes para que realizaran ofren­das a los dioses con el fin de lograr un nuevo heredero. En aquella épo­ca, sus tierras estaban asoladas por la hambruna y los sacrificios no sólo fracasaron a la hora de concederle un hijo con alguna de las quinientas esposas del rey, sino que dejaron a la gente sin nada que comer, con la única excepción de flores salvajes.
Indrabodhi decidió que la religión era una farsa y ordenó a los sacerdotes que destruyeran a sus deidades, hasta que tuvo una visión del Buda Amitabha en que le vaticinaba el nacimiento milagroso de un niño que podría adoptar. Entonces Amitabha proyecto un rayo de luz en el interior de un lago y una flor de loto apa­reció en la superficie, portando en el centro a Padmasambhava de un año de edad.
Cuando el pequeño se convirtió en un apuesto joven, acudió a Sahor para buscar a la primera de las cinco consortes que tenía predestinadas. Se trataba de la princesa Mandarava, a quien comenzó a visitar en secreto para enseñarle sus artes yóguicas. En cuanto su padre, el rey, las visitas clandestinas, arrojó a su hija a un foso de espinas y quemó vivo a Padmasambhava. Cuando volvió al lugar siete días des­pués, vio que la madera, que continuaba ardiendo, formaba un círculo alrededor de un lago con el halo de un arco iris. En el centro de dicho lago se encontraba una flor de loto que contenía un resplandeciente niño de ocho años de edad, atendido por ocho doncellas que se asemejaban a Mandarava.
El niño gritó:
-Rey diabólico, que pretendías quemar vivo al gran maestro del pasado, del presente y del futuro. El fuego no puede consumir el eterno cuerpo de la gloria.
Al reconocer que el niño era Padmasambhava, el rey le ofreció su reinado y a Mandarava como esposa.

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Las once cabezas del sabio

Avalokiteshvara, el dios de la compasión, sabía que el Tíbet iba a ser el país más difícil de dominar. Sin embargo, se arrodilló ante Buda y prometió que no descansaría hasta haber iluminado a todos cuantos vivían en él.

Un día, Buda describió el Tíbet como el lugar que todos los budas anteriores habían fracasado en conquistar y, al decir esto, de su pecho emergió un rayo de luz blanca que alcanzó a Amitabha, el buda de la lujuria, de las ideas y de la luz infinita, quien interpretó tal gesto como una señal de que debía enviar a Avalokiteshvara.
Antes incluso de intentar conquistar el Tíbet, Avaloki­teshvara viajó por el infierno, el reino de los espíritus ham­brientos, los mundos de los animales y los humanos y el domi­nio de los dioses y los semi-dioses, sanando a su paso los distin­tos sufrimientos con los que se iba encontrando, pero, cuando por fin llegó a la Colina roja de Lhasa y miró por encima de la planicie, vio un lugar tan horrible como el peor infierno con el que se hubiera encontrado nunca: millones de almas sin cuer­po enturbiaban un lago, gritando sin cesar, al sufrir la agonía del calor, el frío, el hambre y la sed. Avalokiteshvara otorgó a cada alma un cuerpo sano y les enseñó a alcanzar la ilumina­ción, pero incluso después de todos sus esfuerzos, se dio cuenta de que había salvado a menos de una centésima parte de las criaturas del Tíbet Desesperado y agota­do como estaba, reventó en pedazos. Inmediatamente, acu­dió Amitabha para unir todos los fragmentos y le dijo al dios de la compasión que, dado que su cabeza se había dividido en diez trozos, tendría otros tantos ros­tros, incluido el suyo propio en la parte superior a modo de undécimo rostro, y, dado que su cuerpo había re­ventado en un millar de pedazos, tendría mil manos con las que poder librar al Tíbet de su sufrimiento.

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La serpiente de agua azul

De acuerdo con este relato del rey y la serpiente de agua azul, sólo la sabiduría de Tonpa Shenrap pudo rescatar al soberano del poder sobrenatural de la serpiente.

Un hombre tan virtuoso y poderoso que los dioses conocían como «el elegido del mundo creado» se convirtió en el rey de su tierra. Un día apareció una serpiente azul, que, al poco tiempo despareció en un molino de agua. Trastornado por esa visión, el rey preguntó a un sa­cerdote y a un niño pequeño con poderes divinos para la adivina-ción qué significado podría tener. El sacerdote no estaba seguro y se negó a pronunciarse, pero el niño le dijo que debía arrojar joyas y medicinas al molino a modo de ofrendas para la serpiente.
Tiempo después, los reyes se encontraban arando junto al molino cuando apa­reció una marmota delante de ellos. El rey intentó matarla, pero el animal se escabu­lló delante de sus ojos. El sacerdote dijo entonces que el roedor era un dios y poco después, como castigo por la actuación del rey, la pareja real cayó enferma.
El sacerdote no pudo identificar al dios responsable, por lo que el monarca acudió a la doncella blanca del cielo. Ésta se lo consultó al rey del cielo, quien, al mirar en su espejo mágico vio que el arado de la tierra cercana al molino había enfurecido al klu, el rey de de los espíritus acuáticos, similares a las serpientes.
Sin embargo, el soberano del cielo no pudo sugerir una cura para la enfer­medad, y fue el niño pequeño quien finalmente pidió consejo a Tonpa Shenrap. El gran maestro contestó que el klu debía ser aplacado, y su salud restaurada, para que el rey y la reina pudieran mejorar.
Dijo que el klu podía ser tranquilizado si se le ofrecían pasteles con forma de pájaros, peces y otros animales, y éstos se crearon a partir de lana, plumas, seda, oro y turquesas. A su vez, el dios Garsa Tsanpo debía ser invocado tocando tambores y campanas. También debían ofrecerle bebida al klu, y el sacerdote tendría imitar a un dragón para convocar al espíritu, pero utilizar la voz de un cuco para convencerlo. Todo se llevó a cabo según sus instrucciones, y el rey y la reina se recuperaron.

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La raza de cabeza negra

Los mitos tibetanos reservan a los seres humanos un humilde lugar en la jerarquía de la creación. De acuerdo con un relato bon muy popular, la creación de los tibetanos constituye sólo un pequeño elemento en la extensa explicación de los orígenes del universo.

La religión bon cuenta con nume­rosas leyendas acerca de la creación y todas ellas in­duyen determinados elementos comunes. La mayo­ría comienza con un vacío que reproduce su propia ma­teria que aún está por for­mar. El primer paso en el proceso era, con bastante fre­cuencia, la aparición de una luz que iluminaba la oscuridad rimordial. Porteriormente, el vacío producía un huevo o huevos, que, a su vez, daban a luz a los seres creadores.
Un relato describe cómo, tras surgir de la nada y engendrar dos resplandores independientes (cada uno de los cuales personificaba una faceta básica de la vida), uno fue brillante y paternal, y el otro apagado y mater­nal. Luego, cuando la conciencia se propagó, surgió el frío, se­guido de la helada y el relumbrante rocío, que se establecieron en un lago semejante a un espejo que se enrolló hasta formar un huevo.
De éste salieron dos aguilas: una recibió el nombre de Brillo intenso y la otra de Oscuridad atormen­tada. Cuando se aparearon tu­vieron tres huevos más: uno blanco, uno negro y otro mo­teado. El dios creador Sangpo Bumtri emergió del primero; del segundo surgió un arrogante y os­curo hombre, y del tercero nació un orador. Sangpo Bumtri creó entonces el mundo inhabitado.
En su mano derecha colocó oro y turquesa y, a con­tinuación, entonó una oración, al término de la cual apareció una montaña de esos mismos preciados materiales, que más tarde se convertiría en el mundo humano, con el cual se creó la raza de las personas de cabeza negra. En su mano izquierda colocó un mejillón y una piedra preciosa, y, al volver a orar, surgió una montaña de mejillones y un valle de piedras preciosas, de donde nacerían los espíritus celestiales. Frente a él colocó un cristal y una luz roja, que se convirtieron en el hogar de los animales del mundo.

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La batalla por el monte kailasa

El monte Kailasa, situado en el oeste del Tíbet, es sagrado no sólo para los budistas, sino también para los hindúes y los seguidores de la doctrina bon. Cuando el santo budista Milarepa acudió allí por primera vez, se encontró con un mago bon que lo retó a ver quién se hacía con el control de la montaña.

Dzutrul Phuk, «la cueva de los milagros», era una de las cuevas favoritas de Milarepa para meditar, hasta el punto de que debía su nombre a un en­canto que había realizado en el lugar. Él y el cha­mán bon Naro Bonchung competían por ver quién iba a ser el primero en rodear la montaña. Milarepa se movía en el sentido de las agujas del reloj alrededor del pico (la tradicional vía bu­dista de rodear un lugar sagrado) mientras que Naro Bonchung bordeaba el monte en el sen-tido contrario.
Se cruzaron en Dzutrul Phuk, donde fueron sorprendidos por una tormenta, por lo que acorda­ron construir un refugio. Pero has­ta esto se convirtió en una competi­ción. Naro Bonchung partió las pie­dras con su magia, mientras que Mi­arepa perforó los agujeros con la mirada. En un intento por imitar al budista, los ojos de Naro Bonchung se le salieron de las cuencas y quedó temporalmente paralizado, de modo que Milarepa terminó el refugio y dejó las improntas de sus pies y de su cabeza sobre las piedras para que las fu­turas generaciones las adoraran. El derrota­do bonpo sabía que podía ser expulsado del monte Kailasa, pero imploró que se le concediera una posición de ventaja desde la que poder adorar el pico. Milarepa arrojó un puñado de nieve al aire, que cayó en el monte Bonri, situado al este, y entonces le entregó dicho lugar a Naro Bonchung.
Hasta nuestros días, los peregrinos budistas realizan el mismo recorrido en el sentido de las agujas del reloj que reco­rrió Milarepa en el monte Kailasa, y los seguidores de la fe bon siguen la ruta en el sentido contrario.

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El robo de los caballos del rey

La primera misión de Tonpa Shenrap desde su propio reino hasta la región montañosa del Tíbet no consistió en extender la doctrina bon, la religión que él mismo había fundado, sino en acabar con los demonios que habían robado los caballos.

Shenrap tenía un gran enemigo, el dios de los demo­nios Khyapa Laring («mano larga penetrante»»), quien culpaba al gran maestro de haberle usurpado sus al­mas y de emplear oraciones para que se secaran los cuatro ríos del reino de los demonios. Un día, Khyapa de­cidió robar los caballos de Shenrap, los mejores del mundo, con la esperanza de que su pérdida lo distrajera de su tarea de salvar almas.
Para ello, envió siete de sus mejores jinetes diabólicos al reino de Shenrap, Wolmo Lungring, situado en la región de Tazig. Allí monta-ron sobre los animales, los golpearon sin pie­dad y se los llevaron a la fuerza al sureste del Tíbet.
Shenrap persiguió a los ladrones y, aunque los demo­nios arroja-ron sobre él una tormenta de nieve, un valle de fue­go, un océano, una tormenta de arena y una montaña en me­dio del camino, pudo superar todos los obstáculos con un solo movimiento de la mano. Mientras viajaba por el Tíbet, convir­tió a cientos de demonios y humanos a la fe bon, pero al com­probar el gran número de almas que necesitaban salvación, y que aún no estaban preparadas para aceptar la nueva octrina, prometió que, en las generaciones futuras, sus discípulos con­vertirían al mundo entero.
Cuando Shenrap encontró a sus caballos, éstos se en­contraban bajo la custodia de la madre de Khyapa y de cien de­monios con la apariencia de hermosas mujeres, que intentaron seducirlo, ofreciéndole a beber recipientes de oro que conte­nían veneno. Pero Shenrap lo transformó en medicina y a las mujeres en hechiceras, aunque parece que los animales entre tanto criaron, porque después de algunos siglos esa parte del Tíbet alcanzó merecida fama por la calidad de sus corceles.

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El niño del arco iris

Los huevos cósmicos, los seres divinos y los rayos de luz nacen los unos de los otros de acuerdo con los mitos tibetanos. Sin embargo, en este relato, la cueva de una montaña se considera el huevo cósmico, el lugar en el que un niño celestial nació de la luz de un arco iris.

El rey de Zhangzhung y su esposa gozaban de un enorme poder y una gran prosperidad, pero no te­nían descendencia. Entre sus nu­merosas posesiones, había un elefante sa­bio que solía alejarse a las montañas. Un día, un mahout, o el cuidador de elefantes, siguió el rastro del animal y, tras una ardua caminata, se lo encontró embelesado escuchando una melodía que procedía de la cueva de Sala Bapug, situada en la ladera del monte Kailasa. El mahout informó de su descubri­miento al rey, quien realizó el prolongado y difícil viaje a las montañas en compañía de su esposa y de sus ministros. Ningu­no de ellos sabía decir si la hermosa melodía era un mensaje de los dioses o un seductor truco de parte de algún espíritu diabóli­co, por lo que el soberano ordenó a los habitantes que constru­yeran un camino entre las rocas que condujese a la montaña.
En el interior de la cueea. encontraron a un niño de ocho años que había nacido de la luz de un arco iris. Cuando el rey le preguntó de dónde venía, el pequeño contestó:
-Mi padre es el vacío y mi madre es el amanecer de la sabiduría. Procedo de lo que no se ha generado y me dirijo a lo no obstruido. Mi nombre es «el incorruptible al que se te ha concedido el don de la inmortalidad», y he venido por el bien de todos los seres vivos.
El rey quedó encantado y le rogó al niño que se convirtiera en su hijo adoptico. Entonces, el pe­queño bendijo al soberano y a su esposa y desapare­ció como un arco iris en el cielo. Sin embargo, al año siguiente, la reina dio a luz a Dranpa Namka, que era capaz de recordar sus quinientas vidas an­teriores, por lo que lo consideraron la encarnación de un inmortal.

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